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jueves, 13 de diciembre de 2012

Veinticinco años, veinticinco libros

Mirando hacia atrás, los últimos 25 años aparecen como un periodo que marca el fin de una era. Ofrecemos 25 libros para entender la dinámica de esta transformación y el mundo que ya está aquí.
El mundo se ha transformado; las reglas del juego han cambiado”, declaró el presidente Barack Obama en su discurso sobre el estado de la Unión de 2011. Obama no explicó cuáles eran las nuevas reglas, ni se detuvo en las causas de esta transformación más allá de una breve referencia a la revolución tecnológica.

Sin embargo, además de esta última, no resultará difícil a cualquier lector identificar los grandes factores de cambio en las relaciones internacionales durante el último cuarto de siglo: el fin de la guerra fría; la globalización y la consiguiente irrupción de nuevas potencias (China en particular); los atentados del 11-S y sus efectos sobre la política exterior de Estados Unidos y la dinámica política del mundo islámico; y la crisis financiera global a partir de 2007. Todos ellos han redefinido gradualmente el contexto de los análisis publicados por Política Exterior a lo largo de los 25 años transcurridos desde su nacimiento y, en su conjunto, parecen dar forma a un periodo de transición que marca el fin de una era.

La interdependencia económica, la redistribución del poder, las amenazas transnacionales, el despertar político de numerosas sociedades y las fuerzas del nacionalismo están conduciendo a un mundo multipolar que alterará la jerarquía entre las potencias; a un entorno en el que la seguridad nacional tiene un componente económico y financiero más que militar; y a un escenario en el que los gobiernos, que compiten con otros actores por la influencia global, han perdido una importante capacidad de maniobra. Aunque la integración en una economía mundial ha transformado la naturaleza de los problemas internos, las democracias occidentales viven paralizadas por el peso de los grupos de intereses y la polarización del sistema político (como en EE UU), por el miedo a la ruptura del pacto social que sirvió de base a su crecimiento tras la Segunda Guerra mundial (en Europa y en Japón), o por la aparente incapacidad para adaptar sus instituciones y prácticas políticas a un entorno radicalmente nuevo (en los tres casos).

Los cambios de este alcance no suelen producirse abruptamente. Pese a la aceleración histórica de los últimos años, las tendencias que permitían entrever algunos de estos resultados fueron analizadas por muchos de los artículos publicados en esta revista, así como por aquellos libros que han investigado las fuerzas que estaban reconfigurando el sistema internacional y los procesos políticos internos. Las páginas que siguen recogen, con la arbitrariedad propia de toda selección, 25 libros que en los últimos 25 años han ofrecido diversas claves sobre esa dinámica de transformación.
En 1987, año que salió a la calle el primer número de Política Exterior, un historiador británico asentado en Yale publicó un inesperado éxito de ventas: The rise and fall of the great powers. Paul Kennedy exami­naba las causas de la caída de los distintos imperios desde 1500 y anticipaba el desplazamiento del poder internacional hacia Asia. Como buen estudioso de las cuestiones estratégicas, y por tanto de la relación entre capacidades y objetivos, Ke­nnedy hizo especial hincapié en la idea de que, con el tiempo, los desequilibrios económicos y fiscales de EE UU irían debilitando los cimientos de su poder. Como había ocurrido con otras potencias a lo largo de la historia, EE UU perdería su posición preeminente como consecuencia de su “imperial overstretch”. Según escribió: “La tarea que afrontan los líderes de EE UU durante las próximas décadas es la de reconocer las grandes tendencias en curso y que necesitarán ‘gestionar’ el proceso para que la erosión relativa de su posición se produzca lenta y suavemente, y no se vea acelerada por políticas que proporcionen beneficios inmediatos pero desventajas a más largo plazo. […] La única amenaza grave a los intereses de EE UU –añadió al final de su libro– puede venir de su fracaso a la hora de adaptarse de manera razonable al nuevo orden mundial”.

La caída del muro de Berlín en 1989 y el reventón de la economía burbuja en Japón en 1990 hicieron olvidar las tesis de Kennedy. Pero 25 años más tarde, el debate en curso sobre el posible declive de EE UU vuelve sobre las mismas causas ya apuntadas por el autor: como un escaso ahorro y un excesivo consumo, los riesgos de la desindustrialización o un déficit fiscal crónico que alimenta una gigantesca deuda nacional. La implosión de la Unión Soviética y la victoria en la guerra fría dio paso sin embargo a la percepción del “momento unipolar”, ocultando por un tiempo algunas de las tendencias estructurales de cambio. Explicar la desaparición de la URSS era una tarea que absorbía por completo la atención de los analistas.

Aunque George Kennan ya había predicho en 1947 que el régimen comunista se hundiría víctima de sus propias contradicciones internas, lo cierto es que el fin del imperio soviético cogió a todos por sorpresa. El embajador de EE UU en Moscú, Jack Matlock, recogió en Autopsy on an Empire (1995) una detallada reconstrucción de la sucesión de acontecimientos –y de la gestión de Mijail Gorba­chov– que terminaron conduciendo, el 25 de diciembre de 1991, a la de­saparición de la URSS. El propio presidente de EE UU, George H. Bush y su asesor de seguridad nacional, Brent Scowcroft, relatarían por su parte en A world transformed (1998) el proceso de desmantelamiento del orden bipolar y cómo sentaron las bases de una nueva arquitectura de seguridad en Europa paralelamente a la reunificación de Alemania.

Más allá de la narración de los hechos históricos y del análisis de la reconfiguración del sistema diplomático, resultaba necesario asimismo identificar aquellas variables que iban a determinar el mundo de la posguerra fría. Con el fin de la URSS terminaba en realidad el siglo abierto con la Revo­lución Rusa en 1917, mientras que el vacío abierto por el fin del bipolarismo obligaba a preguntarse cuáles serían las fuentes de nuevos conflictos.

Desaparecido el comunismo, ¿qué vendría a continuación? Un joven asesor del departamento de Estado de EE UU, Francis Fuku­yama, ofrecería una versión “optimista” en un polémico artículo luego convertido en libro (The end of History and the last man, 1992), en el que pronosticaba la universalización de la democracia liberal como forma natural de gobierno. La perspectiva “pesimista” vendría de la pluma de su antiguo profesor en Har­vard, Samuel Hun­ting­ton, quien encontraría en el choque entre civilizaciones la principal causa de futuros conflictos (The clash of civilizations and the remaking of world order, 1996).

Paradigmas y debates conceptuales al margen, en los años noventa nos encontraríamos en los Balcanes y en África con conflictos étnicos y religiosos que reflejaban el regreso, más que el fin, de la Historia. El genocidio en Ruanda planteó graves cuestiones morales y de responsabilidad internacional, mientras que la violencia en Bosnia y Kosovo –en el corazón mismo de Europa– ponía a prueba la capacidad del Viejo Continente para resolver un conflicto en su territorio. Episodios como estos obligaban a plantearse qué tipo de orden internacional cabía esperar en el siglo XXI, como hicieron, entre otros, el diplomático británico Robert Cooper (The breaking of nations, 2003) y el politólogo francés Pierre Hassner (La violence et la paix, 2000).

En contradicción con el regreso de los nacionalismos excluyentes, el fin de la guerra fría había acelerado ese proceso de superación de las fronteras a través de la convergencia de mercados y tecnologías que conocemos como globalización. El periodista Thomas Fried­man popularizaría la idea en The Lexus and the olive tree(1999), de que “la globalización no es una tendencia, sino un sistema internacional; el sistema que ha sustituido al viejo sistema de la guerra fría y que, como él, tiene sus propias reglas y lógica que, directa o indirectamente, influyen en la política, el medio ambiente, la geopolítica y la economía de, virtualmente, todos los países del mundo”.

Presuponer que la globalización resolvería el problema del orden internacional no dejaba de ser una forma de triunfalismo que olvidaba las lecciones de la Historia, como bien señaló el profesor de la London School of Economics John Gray en False Dawn (1998): “Un libre mercado mundial no se autorregulará, como tampoco lo hicieron los libre mercados nacionales de otras épocas. (…) A menos que se reforme radicalmente, la economía mundial corre el riesgo de fragmentarse en una trágica repetición de las guerras comerciales, devaluaciones competitivas, co­lap­so económico y convulsiones políticas de los años treinta”.

En este contexto de supuesta unipolaridad norte­americana y en el que parecía que la globalización dominaba las relaciones internacionales, el mundo se dio de bruces con los atentados terroristas del 11-S. Tras una larga sucesión de incidentes –el asalto en La Meca en 1979, el asesinato del presidente egipcio Anuar el Sadat en 1981, la creciente polarización en Pakistán a lo largo de la década de los ochenta o la guerra civil en Argelia a principios de los años noventa– los atentados de 2001 en EE UU confirmaban la brutal irrupción del islamismo radical.

El periodista pakistaní Ahmed Rashid, que había publicado meses antes Taliban: Islam, oil and the new great game in Central Asia (2000), reveló lo que estaba pasando en Afganistán tras la retirada de Moscú. Los talibanes, esos barbudos enemigos de la globalización, habían ofrecido refugio a Osama bin Laden y a su grupo de terroristas. Como el fin de la guerra fría, el 11-S originaría un nuevo aluvión de libros que trataban de identificar las causas del fenómeno y sus implicaciones para el mundo del siglo XXI. Entre ellos, cabe destacar dos obras maestras de investigación: Steve Coll, Ghost Wars (2004), y Lawrence Wright, The Looming Tower (2006).

El 11-S no modificó la estructura del sistema internacional, pero sí la política exterior de la superpotencia. El periodista James Mann describiría en Rise of the Vulcans (2004) la visión del mundo de los asesores de George W. Bush y su pretensión de cambiar el statu quo de Oriente Próximo por la fuerza de las armas, comenzando por Irak; una guerra que, además de su coste humano y financiero, acompañará a la de Vietnam como ejemplo de error estratégico. La invasión de Irak encontró un brillante cronista en George Packer (The Assassins’ gate, 2005).
Irak y Afganistán marcan probablemente el fin de las grandes intervenciones militares terrestres por parte de EE UU. La guerra de Libia, con fuerzas más flexibles, y con un un reparto de tareas entre Washington y sus aliados, refleja un modelo más adecuado a los nuevos tiempos. Además de los claros límites del poder militar para resolver los problemas políticos internos de otros paíeses, no pueden desconocerse las cargas financieras ni las implicaciones geopolíticas de los de­safíos económicos en un mundo interdependiente. La crisis financiera global no solo está reduciendo la primacía económica de EE UU –de la que depende en último término su capacidad militar–, sino que al mismo tiempo ha puesto en discusión el capitalismo occidental como modelo de referencia.
Si es importante entender las raíces de la crisis (como hace el economista indio Raghuram G. Rajan en Fault lines, 2010), también lo es analizar el cambio estructural que se está produciendo en la economía mundial, impulsado por la revolución tecnológica y de las comunicaciones y por el diferencial de crecimiento entre las democracias avanzadas y los grandes países emergentes. Como señala el premio Nobel de Economía Michael Spence en The great convergence (2011), hay razones para el optimismo: el mundo de mediados de siglo será mucho más rico que el de hoy. Ahora bien, esa nueva etapa de crecimiento se deberá en gran medida a la expansión de las clases medias en China, India, Brasil, Indonesia, México, Turquía o Suráfrica.

Ni el fin de la guerra fría ni el desplazamiento del poder internacional parecen beneficiar a Europa. Su brillante recuperación desde la Segunda Guerra mundial y la construcción de una experiencia de integración supranacional, única en el mundo –magistralmente narrada por el británico Tony Judt en Postwar (2005)– ha llegado bien a sus límites, bien a un nuevo salto cualitativo en la integración. No parece haber, sin embargo, ni un consenso de las opiniones públicas europeas ni un claro liderazgo en la Unión. La crisis del proyecto, descrita entre nosotros por el profesor de Ciencias Políticas José Ignacio Torreblanca (La fragmentación del poder europeo, 2011) tiene mucho que ver con las actuales dificultades económicas. Pero también con la pérdida de referencias históricas de las nuevas generaciones de europeos y con la falta de una definición estratégica sobre el papel de Europa en el mundo del siglo XXI.

Si hay una historia que defina el último cuarto de siglo es sin duda el cambio en la estructura de poder internacional, con el desplazamiento del centro de gravedad económico y político desde el mundo euroatlántico hacia Asia. Es un error pensar que el peso económico de las potencias en ascenso no tendrá consecuencias estratégicas. Si Asia es más relevante lo es en gran medida por el auge de China, derivado de la decisión de sus líderes de integrarse en la economía mundial; un proceso descrito por el profesor de Harvard Ezra Vogel en Deng Xiaoping and the transformation of China (2011). Resulta plausible pensar que una China que se convertirá en la mayor economía del planeta antes de que termine esta década quiera modificar el statu quo. Algunos autores, como el periodista Martin Jacques (When China rules the world, 2009) vaticinan que Pekín impondrá las nuevas reglas; sin embargo, al menos durante las próximas tres o cuatro décadas, Pekín no piensa en sustituir a Washington como principal potencia global. Otra cosa es que esté dispuesta a aceptar una posición subordinada a EE UU en Asia. El ascenso de China transforma inevitablemente el orden regional de posguerra, y una Asia más integrada e interdependiente, en la que potencias como China, India, Japón, Corea del Sur o Indonesia institucionalizan crecientemente su cooperación, dejará sentir su peso a escala global.

Desde Europa se ve con inquietud su pérdida de relevancia frente a estos gigantes. Pero si las circunstancias indican que una mayor integración es la única manera de contar con peso político en el mundo, la crisis empuja por el contrario a preocuparse por los intereses propios y a desconfiar del exterior. Ante un cambio de ciclo histórico que requiere una visión estratégica a largo plazo, nos encontramos con una crisis de liderazgo y unos desequilibrios estructurales de difícil solución, agravados –como ha escrito perceptivamente el economista Dani Rodrik (The globalization paradox, 2011)– por la inevitable tensión entre globalización, Estados nacionales y democracia.

Un dilema al que tampoco escapa España, tras conseguir en estos 25 años su completa integración internacional tras décadas de aisla­miento. La obra coordinada por el profesor de la Universidad Complutense Juan Carlos Pereira, La política exterior de España, 1800-2003 (2003), con la participación de buena parte de los expertos españoles en la materia, ofrece la perspectiva histórica y los elementos para adaptar la diplomacia de nuestro país a las necesidades actuales, cuando se trata de buscar influencia –más que poder– y maximizar nuestras opciones como potencia media, creando una red de socios estratégicos y proyectando nuestros activos de alcance global como la lengua y la cultura. La crisis ha hecho evidente la dimensión exterior de nuestros problemas (y de las soluciones a los mismos); sin embargo, sigue existiendo una escasa internacionalización de nuestras estructuras –en el sistema educativo en particular– así como una reducida curiosidad por los asuntos exteriores.

Al comenzar la segunda década del siglo XXI, el peligro es que lo que comenzó como una crisis financiera provoque una reacción contra la globalización y dé paso a un nuevo choque entre intereses nacionales, como explica el columnista del Financial Times Gideon Rachman en Zero-sum world (2010). El desafío consiste en adaptar el orden multilateral a las fuerzas de la integración económica para facilitar de ese modo la gobernabilidad global. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Qué sustituirá al viejo orden? ¿Qué tipo de tensiones puede provocar la transición a un nuevo sistema internacional? ¿Podrán las grandes potencias cooperar entre sí? ¿Podrá EE UU mantener su capacidad para reconfigurar el orden internacional que él mismo creó después de la Segunda Guerra mundial? Estas son algunas de las preguntas a las que trata de responder el profesor de Princeton G. John Ikenberry en Liberal Leviathan (2011).

Hemos llegado al final de una época. El sistema internacional no parece encajar con las nuevas fuerzas políticas, económicas y sociales. Se cree que la integración económica es irreversible y que la revolución tecnológica creará una convergencia mundial, pero lo mismo se pensaba a principios del siglo XX (con el resultado conocido). La incertidumbre propia de una etapa de transición nos lleva a concluir con un libro no escrito en los últimos 25 años, sino en 1939: The twenty years’ crisis: 1919-1939. En este trabajo pionero de las relaciones internacionales como disciplina, Edward H. Carr señalaba de manera convincente que, pese al choque de interpretaciones, el origen de la convulsión internacional del momento –el periodo de entreguerras– no era otro que la superación definitiva de las circunstancias que ha­bían hecho posible el orden del siglo XIX. Nos encontramos en un mundo muy diferente pero, al igual que entonces, las reglas del juego han cambiado mientras las nuevas aún están pendientes de definición. También como entonces, uno de los principales obstáculos a la formación de un nuevo orden es la insuficiente comprensión de la verdadera naturaleza de la crisis.

VEINTICINCO LIBROS
Paul Kennedy, Auge y caída de las grandes potencias (Debolsillo, 2003).
Jack Matlock, Autopsy on an Empire, (Random House, 1995).
George Bush y Brent Scowcroft, A world transformed (Knopf, 1998).
Francis Fukuyama, The end of History and the last man (The Free Press, 1992).
Samuel Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial (Paidós, 2011).
Robert Cooper, The breaking of nations: Order and chaos in the twenty-first century (Atlantic Books, 2003).
Pierre Hassner, La violence et la paix (Seuil, 2000).
Thomas Friedman, The Lexus and the olive tree (Farrar, Straus and Giroux, 1999).
John Gray, Falso amanecer: los engaños del capitalismo global (Paidós, 2001).
Ahmed Rashid: Taliban Islam, oil and the new great game in central Asia (I.B. Taurus, 2000).
Steve Coll, Ghost Wars: The secret history of the CIA, Afghanistan and Bin Laden (Penguin, 2004).
Lawrence Wright, La torre elevada: al Qaeda y los orígenes del 11-S(Debate, 2009).
James Mann, Los Vulcanos: el gabinete de guerra de Bush (Al-Andalus y el Mediterráneo, 2007).
George Packer, The Assassins’ gate: America in Iraq (Farrar, Straus and Giroux, 2005).
Raghuram G. Rajan, Grietas del sistema (Deusto, 2011).
Michael Spence, The great convergence: The future of economic growth in a multispeed world
(Farrar, Straus and Giroux, 2011).
Tony Judt, Postguerra: una historia de Europa desde 1945 (Taurus, 2006).
José Ignacio Torreblanca, La fragmentación del poder europeo (Política Exterior/Icaria, 2011).
Ezra Vogel, Deng Xiaoping and the transformation of China (Belknap Press, 2011).
Martin Jacques, When China rules the world: The end of the Western world and the birth of a new global order (Allen Lane, 2009).
Dani Rodrik, La paradoja de la globalización: la democracia y el futuro de la economía global (Antoni Bosch, 2012).
Juan Carlos Pereira, coord. La política exterior de España, 1800-2003(Ariel, 2003; 2ª ed., 2010).
Gideon Rachman, Zero-sum world: Politics, power and prosperity after the crash (Atlantic Books, 2010).
G. John Ikenberry, Liberal Leviathan: The origins, crisis, and transformation of the American world order (Princeton University Press, 2011).
Edward H. Carr, La crisis de los 20 años (1919-1939): una introducción a la historia de las relaciones internacionales (Catarata, 2004).

Autor: Fernando Delage - Política Exterior 150
http://www.politicaexterior.com

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